El sábado fue el reencuentro con la gloria que hace tiempo ansiábamos como agua en el desierto: ganar. La victoria de Alonso en Spa fue un bálsamo que a la vez no sirve más que de mero placebo.
Me explico, y con esto doy vida al título que encabeza mi columna, y es que con esta victoria con Toyota tengo el corazón partío. Una división irreconciliable de sentimientos que se funden entre sí en una amarga sensación de tristeza con ciertos destellos. El Toyota corre, el Toyota nos hace soñar, nos ha devuelto al Fernando animal y ganador que nunca debimos dejar de ver…y no por su culpa.
Tengo la tristeza de ver como pude pasar otro año más en el que no ganemos nada en F1, lugar y templo en el que conocimos a Alonso, momento en el que empezamos a profesarle una adoración deportiva que hoy perdura y se acrecenta si vemos sus gestas, pero que marchita a ritmos agigantados cada vez que se sube al MCL-33. Y repito, sin ninguna duda no es por culpa del asturiano, el cual pelea con destreza contra una máquina que no parece estar a la altura de lo que él merece y necesita.
Me da la sensación, y con tristeza lo redacto, que cada incursión que Alonso haga con Toyota será nuestro refugio para recuperar la sonrisa y la ilusión de ver a nuestro campeón en lo más alto. Y es que por una vez tiene un coche ganador, el mejor coche. Una maquina perfecta diseñada para la victoria y sin aparente rival que pueda hacerle sombra.
Espero que el tiempo y las evoluciones de Woking me quiten la razón, pero lo que sí tengo claro es que no sé hasta qué punto ganar con Toyota me hará olvidar la amargura errante en la que vivimos sumidos en F1, desde hace ya unos cuantos años. Lo que sí quiero remarcar, es que gane o pierda, en Mclaren o en Toyota, es momento de remar juntos y creer, ser valientes, porque nada está perdido para quien luchar de corazón…y que mejor si juntos.
Imagen: Toyota Gazoo Racing
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